Se cumplen ya 139 años desde el nacimiento de Doroteo Arango, mejor conocido como Francisco Villa, allá por La Coyotada, municipio de San Juan del Río, en Durango el 5 de Junio 1878.
Dirigente social, luchador revolucionario, jefe militar y guía indiscutible no solo del proceso social que inició en 1910 y se prolongó hasta 1923 en que fue asesinado, sino también de varias generaciones de revolucionarios que nos hemos propuesto la transformación radical de la sociedad, dejando de lado los espejismos legaloides, pacifistas, reformistas y electoreros del oportunismo y el revionismo ramplon. Nuestro General Francisco Villa cabalga aún en las luchas vigentes del proletariado, del campesinado pobre, de los pueblos y naciones originarias, de los pobres de las ciudades y los campos y de todos aquellos quienes creemos que vencer es posible.
Hoy le recordamos banderas rojas en lo alto, y publicando un fragmento de la Biofrafía Narrativa que el escritor e historiador, Paco Ignacio Taibo II hace del General y de la cual recomendamos su lectura.
¡Viva el General Francisco Villa!
¡Salvo el poder, todo es ilusión!
De Paco Ignacio Taibo II
Pancho Villa Una biografía narrativa
I
Aquí se cuenta la vida de un hombre que solía despertarse, casi
siempre, en un lugar diferente del que originalmente había elegido para dormir.
Tenía este extraño hábito porque más de la mitad de su vida adulta, 17 años de
los 30 que vivió antes de sumarse a una revolución, había estado fuera de la
ley; había sido prófugo de la justicia, bandolero, ladrón, asaltante de
caminos, cuatrero. Y tenía miedo de que la debilidad de las horas de sueño
fuera su perdición.
Un hombre que se sentía incómodo teniendo la cabeza descubierta,
que habiendo sido llamado en su juventud "el gorra chueca" no solía
quitarse el sombrero ni para saludar. Cuando después de años de estar
trabajando en el asunto el narrador tuvo la visión de que Villa y sus sombreros
parecían inseparables, Martín Luis Guzmán, en El águila y la serpiente, la
corroboró: "Villa traía puesto el sombrero (...) cosa frecuente en él
cuando estaba en su oficina o en su casa". Para darle sustento científico
al asunto el narrador revisó 217 fotografías. En ellas sólo aparece en 20 sin
sombrero (y en muchos casos se trataba de situaciones que hacían de la ausencia
del sombrero obligación: en una está nadando, en otras cuatro asiste a
funerales o velorios, en varias más se encuentra muerto y el sombrero debe de haberse
caído en el tiroteo. En las 197 restantes porta diferentes sombreros; los hay
stetsons texanos simples, sombreros de charro, gorras de uniforme federal de
visera, enormes huaripas norteñas de ancha falda y copa alta, tocados
huicholes, sombreros anchos de palma comprimida, texanos de tres pedradas,
salacots y gorras de plato de las llamadas en aquellos años rusas. Su amor por
el sombrero llegó a tanto que una vez que tuvo que ocultar su personalidad,
consiguió un bombín que lo hacía parecer "cura de pueblo".
Esta es la historia de un hombre del que se dice que sus métodos
de lucha fueron estudiados por Rommel (falso), Mao Tse Tung (falso) y el
subcomandante Marcos (cierto); que reclutó a Tom Mix para la Revolución
Mexicana (bastante improbable, pero no imposible), se fotografío al lado de
Patton (no tiene mucha gracia, George era en aquella época un tenientillo sin
mayor importancia), se ligó a María Conesa, la vedette más importante en la
historia de México (falso; trató, pero no pudo) y mató a Ambrose Bierce
(absolutamente falso). Que compuso La Adelita (falso), pero lo dice el Corrido
de la muerte de Pancho Villa, que de pasada le atribuye también La cucharacha,
cosa que tampoco hizo.
Un hombre que fue contemporáneo de Lenin, de Freud, de Kafka, de
Houdini, de Modigliani, de Gandhi, pero que nunca oyó hablar de ellos, y si lo
hizo, porque a veces le leían el periódico, no pareció concederles ninguna
importancia porque eran ajenos al territorio que para Villa lo era todo: una
pequeña franja del planeta que va desde las ciudades fronterizas texanas hasta
la ciudad de México, que por cierto no le gustaba. Un hombre que se había
casado, o mantenido estrechas relaciones cuasimaritales, 27 veces, y tuvo al
menos 26 hijos (según mis incompletas averiguaciones), pero al que no parecían
gustarle en exceso las bodas y los curas, sino más bien las fiestas, el baile
y, sobre todo, los compadres.
Un personaje con fama de beodo que sin embargo apenas probó el
alcohol en toda su vida, condenó a muerte a sus oficiales borrachos, destruyó
garrafas de bebidas alcohólicas en varias ciudades que tomó (dejó las calles de
Ciudad Juárez apestando a licor cuando ordenó la destrucción de la bebida en
las cantinas), le gustaban las malteadas de fresa, las palanquetas de cacahuate,
el queso asadero, los espárragos de lata y la carne cocinada a la lumbre hasta
que quedara como suela de zapato.
Un hombre que cuenta al menos con tres
"autobiografías", pero ninguna de ellas fue escrita por su mano.
Una persona que apenas sabía leer y escribir, pero cuando fue
gobernador del estado de Chihuahua fundó en un mes 50 escuelas. Un hombre que
en la era de la ametralladora y la guerra de trincheras, usó magistralmente la
caballería y la combinó con los ataques nocturnos, los aviones, el ferrocarril.
Aún queda memoria en México de los penachos de humo del centenar de trenes de
la División del Norte avanzando hacia Zacatecas.
Un individuo que a pesar de definirse a sí mismo como un hombre
simple, adoraba las máquinas de coser, las motocicletas, los tractores.
Un revolucionario con mentalidad de asaltabancos, que siendo
general de una división de 30 mil hombres, se daba tiempo para esconder tesoros
en dólares, oro y plata en cuevas y sótanos, en entierros clandestinos; tesoros
con los que luego compraba municiones para su ejército, en un país que no
producía balas.
Un personaje que a partir del robo organizado de vacas creó la
más espectacular red de contrabando al servicio de una revolución.
Un ciudadano que en 1916 propuso la pena de muerte para los que
cometieran fraudes electorales, inusitado fenómeno en la historia de México.
El único mexicano que estuvo a punto de comprar un submarino,
que fue jinete de un caballo mágico llamado Siete Leguas (que en realidad era
una yegua) y cumplió el anhelo de la futura generación del narrador, fugarse de
la prisión militar de Tlatelolco.
Un hombre al que odiaban tanto, que para matarlo le dispararon
150 balazos al coche en que viajaba; al que tres años después de asesinarlo le
robaron la cabeza, y que ha logrado engañar a sus perseguidores hasta después
de muerto, porque aunque oficialmente se dice que reposa en el Monumento a la
Revolución de la ciudad de México (esa hosca mole de piedra sin gracia que
parece celebrar la defunción de la revolución aplastada por una losa de 50 años
de traiciones), sigue enterrado en Parral.
Esta es la historia, pues, de un hombre que contó, y del que
contaron muchas veces sus historias, de tantas y tan variadas maneras que a
veces parece imposible desentrañarlas.
El historiador no puede menos que observar al personaje con
fascinación.
II
En la memoria de los supervivientes las vacas son más grandes,
las montañas más altas, las llanuras siempre interminables, el hambre mayor, el
agua más escasa, el miedo, apenas un destello fugaz. No exagera el que cuenta,
es un problema de las pocas luces del que escucha. El narrador ha tratado de
escuchar en medio de este rumor interminable e inmenso que surge del villismo y
de la figura de Pancho. Siente que en ocasiones lo ha logrado, no siempre.
José María Jaurrieta, que acompañó a Villa durante su etapa
guerrillera durante tres años, dijo: "Si el lector ha pasado una temporada
en el campo, especialmente en la noche, cuando es más desesperante la soledad,
habrá observado que la fogata tiene el poder supremo de reunir y hacer hablar a
los hombres".
Villa contó sus historias centenares de veces en torno de esas
fogatas, en las horas muertas durante los viajes en tren, en las interminables
cabalgatas. Y otros contaron a otros lo que él les había contado. Y éstos a
otros. Y así lo seguimos contando.
Pancho Villa hablaba como si supiera que durante un centenar de
años sería sujeto de apasionados amores populares, de enconados odios burgueses
y material magistral para novelas que nunca se escribieron. Pero no, lo suyo no
es conciencia histórica predatada, lo suyo es simple pasión de magistral
narrador oral que sabe que en el detalle está la credibilidad y que toda
historia contada se mejora y se empeora, pero las versiones no tienen por qué
parecerse absolutamente, obligatoriamente. No existe la historia, existen las
historias.
Todo contador de historias sabe que la verosimilitud, la
apariencia de verdad de su efímera y personal verdad, a fin de cuentas está en
el detalle. No en lo que se dijo, que habría de volverse frase propiedad y uso
de eso que llaman la historia, sino en cómo se contó el anillo con una piedra
roja falsa que alguien movía con una mano gesticuladora, cómo se habló del
color de las botas. El contador de historias sabe que el número exacto es
esencial: 321 hombres, 11 caballos y una yegua, 28 de febrero; que la supuesta
precisión de la exactitud, así sea falsa, amarra la historia que ha de ser
contada, la solidifica, la fija en la galería de lo verdadero de verdad.
Es sabido que no necesariamente las historias más repetidas son
las más ciertas; son sólo eso: las más repetidas. Y es conocido y evidente que
a lo largo de una vida una persona será muchas personas, con los ecos del que
fue cruzándose con el que es, o con el que parece ser.
El que escribe conoce y respeta estas maneras de recuperar el
pasado. Pero más allá del respeto, es difícil hacer historia con estos
materiales. Optó tanto por tratar de establecer "qué fue realmente lo que
pasó", como por dejar muchas veces al lector tomar la decisión, o gozar,
como él gozó moverse entre narraciones muchas veces contradictorias. Por eso a
lo largo de la historia aparecerán tantas versiones que desafinan en el detalle.
Mientras escribía este libro el narrador sufrió y peleó con este
universo de maravillosos cuenteros y "mentirosos" villistas que
fueron sacados a patadas de la historia oficial, y regresaron a la historia
social y popular por los gloriosos caminos del cuento, la anécdota, la
narración oral y la leyenda.
No menos mentirosos fueron sus opositores, pero apelaron y
siguen apelando al documento fraudulento, al parte militar que exageraba pero
quedaba en el archivo, a la nube de humo que ocultaba, al silencio oficial, a
la versión obligatoria, al historiador a sueldo. Mentían desde el poder.
III
El villismo y Villa en particular generan una doble mirada,
incluso entre sus admiradores, en el mejor de los casos condescendiente. Una
combinación de admiración, repulsión, fascinación, miedo, amor, odio. Para el
civilizado (algunas escasas veces) lector del siglo XXI, la venganza social, el
furor, el desprecio por la vida propia y ajena, la terrible afinidad con la
violencia, desconciertan y espantan. Acercarse a Villa en busca de Robin Hood y
encontrarse con John Silver suele ser peligroso. Mucho mejor es narrarlo.
Para aquellos a quienes gustaría que el pasado funcionara como
una Biblia, una ruta guía, una lección transparente, un manual para corregir el
presente, éste es el libro equivocado. El pasado es esa caótica historia que se
lee conflictivamente desde el hoy y obliga al historiador medianamente
inteligente a contar y no a juzgar, a no masticar, ordenar y manipular la
información para cuadrarla a una hipótesis. Sobre todo, a no censurar. Que el
lector asuma la interpretación, el juicio de la historia, la afinidad, el amor
o la reprobación. Esa es su responsabilidad. Partamos del supuesto de que
Pancho Villa no se merece una versión edulcorada de sí mismo, ni se la merece
el que escribe después de haberle dedicado cuatro años de su vida, y no se la
merecen desde luego los lectores (...).
Fragmento del capítulo cero del libro
Pancho Villa...